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Sin duda, en cuestiones sociales los contrastes eran manifiestos, pero en materia de vestimenta existía, además del blanco y del negro, toda una gama de colores que nunca pudieron ser captados por la albúmina y el nitrato de plata. Desde siempre, la ropa ha sido un código social, un recurso para hacer evidente la clase a la que se pertenece. Sin embargo, en el México de principios del siglo **, la ropa trataba de ser también un indicador ante el mundo del alto grado de civilización que, en treinta años de dictadura, se había alcanzado.
Los empeños por “civilizar” a los mexicanos en lo referente a su vestimenta comenzaron alrededor de 1887, cuando las autoridades se fijaron la meta de “pantalonizar” a los indios y mestizos que hasta entonces se habían ataviado con un simple calzón de manta. Penas y multas se impusieron a quienes no se cubrieran con pantalón; se dijo inclusive que su uso favorecía a los pobres que al ser conminados a portarlos, gastaban más dinero en esa prenda y mucho menos en los elíxires que se expendían en las cantinas, pulquerías y piqueras. En realidad, los verdaderos beneficiarios de las leyes pantaloneras fueron “La Hormiga”, “Río Blanco” y demás fábricas de textiles, que de esa manera vieron incrementada la demanda de las telas que producían.
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Al iniciarse los festejos por el primer centenario del inicio de la guerra de independencia, los responsables de las garitas que resguardaban los accesos a la Ciudad de México recibieron la orden de impedir el ingreso de todo aquel que no vistiera pantalones. Naturalmente, también podrían llevar sombrero de ala ancha, paliacate y sarape de colores, así como chaquetín o chaparreras de gamuza o carnaza, pero jamás calzones. Las mujeres deberían vestir con similar decencia, portar faldas largas blancas o de colores, blusas recatadas y rebozos en tonalidades sobrias.
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Por su parte, la indumentaria de los poderosos incluía, además de la levita, frac, smoquin y sacos en tweed para las ocasiones informales, con una paleta que sumaba al negro el azul, café, gris Oxford, verde seco, beige, blanco y marfil. El caballero vestía trajes conforme lo obligaba la ocasión y el momento del día. Complemento obligado era el sombrero, que debía ser, según el caso, de copa, bombín o cannotier. Finalmente, la pertenencia a una clase privilegiada se hacía evidente en la opulencia o austeridad de los anillos, relojes, leontinas y fistoles, así como en los puños de los bastones o paraguas, y en la calidad de las corbatas y foulards de seda.
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